Por Estela Grassi ***
Estela Grassi afirma que el problema de la política se manifiesta en el estado de la lucha social por el reconocimiento o la distinción, puesto de manifiesto en las disputas por el uso del espacio urbano. Un estado de cosas que la política democrática no puede ya procesar, sino bajo acciones que se salen de cauce, al haberse reemplazado los argumentos y las propuestas por las denuncias en una versión actualizada del “algo habrán hecho”. Un estado de la política que se expuso con la mayor crudeza en el atentado a la vida de la vicepresidenta.
Hecha esta digresión necesaria, retomo el tema enunciado en el título.
La “causa Vialidad”, la sobreactuación del fiscal Luciani y las manifestaciones de apoyo a Cristina Fernández ocurridas desde los últimos días de agosto, dieron lugar a innumerables interpretaciones políticas y sobre la política en la Argentina. Imposible discernir entre ellas las más ajustadas a los hechos y sus sentidos porque, en últimas, no hay verdad aprehensible como tal, menos, en materia de interpretación política y de los respectivos comportamientos. Pero, entre esos acontecimientos y esa selva de opiniones, hay enmarañadas dos cuestiones que pasan desapercibidas o marginalmente aludidas. Una se refiere, precisamente, al estado de la política en tanto práctica o modo de procesar los conflictos sociales y la diversidad de interpretaciones; y la otra, a las relaciones de clases y al estado de la lucha social por la distinción y por el reconocimiento.
El ministro de Economía, el Presidente y la Vicepresidenta.
Pero la historia tiene sus meandros y hasta puede salir el tiro por la culata. La sobreactuación de Luciani puede ser eso, desde el punto de vista de los procesos políticos. De pasar de la discusión de si el presidente Fernández llega o no a 2023 y la previsible derrota del Frente de Todos, del ajuste de Sergio Massa y los desaguisados previos a los que no dejó de contribuir también Cristina Fernández, el fiscal republicano logró lo que no estaba en el cálculo de nadie: volver a la ex presidenta al centro de la escena, objeto de la devoción de quienes, más que representados, se vieron reconocidos en su existencia anónima, por ella. “Cristina me dio todo”, le responden algunos manifestantes a los periodistas que preguntan por qué están allí. “La amo”, dicen otras. Expresan eso, ser reconocidos, aunque en el mismo movimiento, la institución (el Estado) se disuelve en el sujeto (en ella, una sujeta).
Luciani, con su alegato, logró también reunir (¿por cuánto tiempo?) a quienes hasta ayer no más, se hacían zancadillas. Y por un instante, a los pragmáticos del ajuste con quienes amenazan con romper el bloque oficialista y conducen las manifestaciones de los más pobres de toda pobreza, a la Plaza de Mayo, al Congreso o cortan las calles y avenidas que dan al conurbano sur, también en busca de ser vistos; de ser reconocidos en su existencia de miseria. Manifestaciones que incordian a quienes deben trasladarse cada día para ir a trabajar, llevar a sus niños, cuidar a sus enfermos, etc. Es decir, otros tantos que no están en el fondo del pozo, pero para los que cada día puede ser una lucha para no caer.
Lo dicho es lo más visible de los logros de Luciani. Pero en la movida inesperada de los seguidores de Cristina Fernández (con la dramática culminación del intento de homicidio), está enmarañada la otra cuestión: la de la clase, la de la distinción social. Porque la vice presidenta vive en Recoleta, ese barrio exclusivo de CABA, desde donde partían las señoras que caceroleaban protestando no se sabe bien por qué cuando ella era presidenta o, más recientemente, contra el aislamiento sanitario. Y ahí fueron los manifestantes, haciendo el camino inverso, desmintiendo con su movilización el alegato del fiscal y para acompañar a su líder. Y eso sí que es inconcebible. A esos vecinos sí que no se les puede alterar la tranquilidad del barrio. Siempre estuvieron tranquilos, allí los servicios urbanos funcionan bien, las plazas están cuidadas y los problemas de Buenos Aires se miran por TV.
Ahí fueron militantes, dirigentes políticos, ciudadanos de a pie, algunos adultos mayores que reconocían la posibilidad de haberse jubilado; y padres y madres con hijos e hijas. Convocados y autoconvocadas. Clasemedieros y populares, pero no los pobres de toda pobreza ni masas incontrolables que ameriten los carros hidrantes de la policía de la ciudad. De todas maneras, inconcebible para un barrio exclusivo y excluyente, de clase alta, distinguida y elegante, como los comercios de la zona. Y que encierra una “isla” aún más elegante, donde hasta María Eugenia Vidal desentona, como se lo enrostró Esmeralda Mitre. Recoleta, en tanto lugar físico en la ciudad, es materialidad de la clase social. Y a la vez, signo de la distinción y una contraseña de pertenencia. Igual su contracara: Jorge Macri se pregunta “¿Dónde vive Cristina? En el barrio más cheto de la Ciudad de Buenos Aires, no vive en La Matanza con su gente”. Ese sería su lugar “natural” y el de “su gente”. La Matanza es popular, de gente de trabajo, de “cabezas”.
Por eso el vallado de la zona, en este caso, puede leerse como un gesto de estupor, primero, y de preservación de la distinción. Un gesto que dice aquí no, con nosotros no… (“son ellos o nosotros” twitteó López Murphy).
Más allá de este acontecimiento puntual y de la necesidad eventual de protección de instituciones o edificios públicos, los vallados como recurso permanente de la política (recuérdese el estado de la Plaza de Mayo y del Congreso de la Nación durante los cuatro años del gobierno de Cambiemos) son, simbólica y materialmente, una delimitación de las pertenencias que se pretenden legítimas. Funcionan, también, como otro modo de producción de la sociedad por el Estado. Por ejemplo, las vallas no detienen a los tractores “del campo” (del campo sin campesinos), aunque también hacen ruido y estropean la ciudad y obstruyen el tránsito, apropiados también de la identidad nacional, según van embanderados con la celeste y blanca.
En tanto, los pobres de toda pobreza que, mayormente, no se ven en Juncal y Montevideo, reclaman frente al Ministerio de Desarrollo Social, lugar de representación de “otros” que no son “la gente”, forzando apenas la interpretación del proyecto del legislador porteño García Moritán, y ubicado en medio de la Avenida 9 de Julio, un espacio urbano de uso común (de circulación) que, material y simbólicamente, se torna un lugar en disputa. La propuesta del legislador porteño es demolerlo y trasladar sus dependencias a algún barrio vulnerable, para que las manifestaciones no obstruyan el derecho a circular. Aclara que así se hizo con “el Ministerio de Desarrollo Social de la Ciudad, dado que su objetivo es la integración social”. Llevar las oficinas para pobres a donde están los pobres completaría, para esa clase, una verdadera segregación, un apartheid social que haría innecesarios los vallados que simbolizaban la exclusión, diferente de las vallas de Recoleta, dispuestas para mantener la distinción.
Estos acontecimientos exponen, en resumen, el estado de la lucha social por el reconocimiento y/o la distinción, puesto de manifiesto en las disputas por el uso del espacio urbano. Un estado de cosas que la política democrática no puede ya procesar, sino bajo acciones que se salen de cauce, al haberse reemplazado los argumentos y las propuestas, por las denuncias que alimentaron el descreimiento y su aceptación acrítica, previa al debido proceso, en una versión actualizada del “algo habrán hecho”. Un estado de la política que se expuso con la mayor crudeza en el atentado a la vida de la vice presidenta.