Por Washington Uranga ***
Versión de la presentación oral hecha por el autor en el Encuentro de la Red de Comunicadores del MERCOSUR, Santa Fe (Argentina), 04 de diciembre de 2021.
A quienes hacemos comunicación y revisamos nuestras prácticas, a quienes reflexionamos sobre esta nuestra tarea pero también sobre nuestras responsabilidades ciudadanas en democracia, nos asalta muchas veces cierta sensación de impotencia.
Sabemos que en nuestras sociedades comunicación y ciudadanía tienen una relación esencial, a tal punto que pueden considerarse como dos caras de la misma moneda.
Sabemos también que no hay democracia política sin democracia comunicacional. Y viceversa.
Sin embargo, quienes tienen la responsabilidad de tomar decisiones políticas siguen pensando la comunicación como una práctica escindida de la política, considerada en sí misma, en forma aislada, tratada y comprendida apenas como una actividad industrial y comercial y no como lo que verdaderamente es: un derecho humano fundamental.
Permítanme entonces, reflexionar en voz alta sobre algunas cuestiones que yo considero fundamentales para tener cuenta.
El Estado y las políticas de comunicación.
El sentido de la democracia es la inclusión a través de derechos garantizados para todos y todas. Por eso seguimos luchando y demandando para mejorar esta democracia renga, que mientras asegura privilegios para unos pocos, priva a las mayorías de lo mínimo, de lo imprescindible, de lo que les corresponde y les pertenece.
Y entre esos derechos está también la comunicación.
Seamos precisos. No estamos hablando de libertad de expresión, ni de derecho a la información exclusivamente. Nos estamos refiriendo al derecho a la comunicación como un concepto más complejo. Como bien lo señala el colega boliviano José Luis Aguirre: “El derecho a la comunicación comprende las libertades fundamentales anteriores pero les añade cualidades nuevas como son: la participación, el equilibrio y diálogo, el acceso y la accesibilidad, la capacidad crítica ante los medios y sobre los mensajes, además de la tenencia de medios y el uso de sistemas propios y alternativos de comunicación e información. El derecho a comunicar (…) siempre ha estado en el mismo corazón de las luchas sociales” (Aguirre, J, 2013. “El derecho a la comunicación base para la construcción de la comunidad”, Revista Punto Cero vol. 18 No. 27, 2013. En línea: http://www.scielo.org.bo/
Por todo eso sostenemos que el derecho a la comunicación debe ser comprendido como un derecho habilitante de otros derechos, porque solo teniendo conciencia de los derechos se puede demandar su vigencia.
Desde otra perspectiva habrá que decir que el derecho a la comunicación sólo se puede comprender y ejercer efectivamente en el marco de cada cultura, partiendo de sus valores y de sus modos de entender y de entenderse, de la manera cómo las personas se constituyen en ese espacio. Nada de lo humano puede comprenderse fuera de la cultura y del contexto histórico político. Mucho menos la comunicación.
Mantener en vigencia el derecho a la comunicación es una tarea cultural pero inevitablemente política y asociada a la idea de cambio, motorizada por los sueños y las utopías de los sujetos que la llevan adelante y cuyos éxitos no se miden exclusivamente por las metas alcanzadas sino por los procesos a través de los cuales las personas y las comunidades adquieren mayores capacidades y posibilidades para comunicar y comunicarse.
La comunicación, como industria cultural, como realidad económica y como proceso socio-político-cultural, no puede quedar librada a las iniciativas individuales, de los grupos o de las corporaciones. Tampoco es la única decisión de quienes gestionan el Estado.
A través de la comunicación se construye identidad nacional, pero además en las sociedades modernas el factor comunicacional está indisolublemente ligado con el desarrollo. Todo ello requiere de normas, pero sobre todo de coordinación de acciones que establezcan políticas concertadas. Porque tal como lo señalaba el maestro boliviano y latinoamericano Luis Ramiro Beltrán hace más de medio siglo, se necesitan orientaciones que permitan “guiar la conducta de las instituciones especializadas en el manejo del proceso general de comunicación de un país”.
Esto incluye redefiniciones hacia un equilibrio adecuado y una nueva relación entre lo privado comercial, lo social comunitario y lo público estatal. No puede ser la competencia el único camino para dirimir las diferencias. Tampoco se trata de ignorar las diferencias de poder de todo tipo. Pero –utilizando criterio y sentido común, bienes escasos en el escenario actual– no hay que dejar de pensar complementariedades y, sobre todo, reglas de juego a las que se atengan los diferentes operadores. Todo ello sin descuidar la apertura de mecanismos para que la ciudadanía, a través de organismos representativos, pueda incidir y auditar desde su perspectiva particular en el establecimiento de las reglas.
¿Cuáles serían algunos de los aspectos a tener en cuenta? Sin la pretensión de agotar el tema y apenas para señalar puntos necesarios en la agenda del debate indicaremos ciertos capítulos que no podrían faltar en ese análisis.
En lo audiovisual se necesitan planes técnico-políticos que multipliquen las posibilidades y administren la complejidad. Esa propuesta requiere que se implementen criterios político-culturales en la adjudicación de frecuencias y licencias, para cruzar la diversidad de operadores, estudiando las reales posibilidades de explotación de los servicios y estableciendo al mismo tiempo perfiles (noticiosos, culturales, etc.) para los productores de mensajes.
Todo ello construido sobre un delicado equilibrio –como complementariedad y racionalidad y no apenas como igualdad de espacios– entre lo privado comercial, lo social comunitario y lo público estatal.
De poco servirá lo mencionado si no se traza una estrategia de incentivos a la producción en todos los niveles sin excepción, teniendo en cuenta también que el entretenimiento es un contenido básico de la producción audiovisual y que se necesitan productos para atender esa demanda.
No basta con producir. El cine lo sabe perfectamente. Es preciso diseñar una política de distribución de los bienes culturales orientadas al acceso y al consumo ciudadano.
Es preciso promover que nuevos actores aparezcan en el escenario comunicacional ejerciendo su derecho a la comunicación. Los actores populares, las organizaciones sociales, los grupos culturales, los movimientos de mujeres y de diversidad, las entidades sindicales tienen que ser impulsadas para ser partícipes de la polifonía de voces de la comunicación.
La conectividad se ha transformado en nuestros días en un derecho. Es necesario desarrollar planes y estrategias para universalizar el acceso a Internet de forma y en condiciones accesibles para toda la ciudadanía al margen de su condición económica. Lo requiere la comunicación, pero también la educación, la salud y, por supuesto, la economía.
Por todo lo anterior afirmamos que el Estado tiene que asumir un papel protagónico en este terreno. Sin una política de comunicación integral por parte del Estado, pensando en clave de derechos, pero también sin disociar política y comunicación, no solo estamos poniendo en peligro la comunicación democrática, sino la democracia misma.
2. Los escenarios de la comunicación.
Estamos viviendo un enorme reduccionismo respecto del concepto de comunicación. Reduccionismo que ni siquiera se restringe, como antaño, a los medios convencionales. Las redes digitales parecen agotarlo todo ahora.
Digamos entonces que los medios de comunicación y las redes digitales, para mencionar lo que más aparece, no son los únicos escenarios de la comunicación.
Las calles, los espacios de encuentro, las expresiones artísticas, la cultura en general, son también escenarios de la comunicación que tienen que ser integrados en nuestros análisis del tema, en nuestras consideraciones y en las decisiones políticas. Porque la comunicación está asociada a todas las facetas de la vida y forma parte esencial de la misma. La comunicación, en todas sus dimensiones, forma parte de la calidad de vida, de las personas y de las comunidades.
No entenderlo así sería caer en un reduccionismo más. Y perder de vista la complejidad de la comunicación contemporánea.
En todos estos escenarios, la práctica de la comunicación requiere responsabilidad. Por parte de las y los profesionales para actuar con la veracidad, que incluye la necesidad de contextualizar, evitando dar la parte como si fuera el todo y dejando de lado los golpes de efecto producidos mediante el sensacionalismo. Para proceder atendiendo a una ética que respete a las personas, sus culturas, sus valores.
Quienes hacemos comunicación en cualquiera de sus lenguajes y formas, no podemos ser apenas productores de contenidos. Tenemos que asumir el papel de estrategas de la comunicación entendida como un bien público, facilitadores del diálogo público en el escenario social.
A quienes gobiernan les asiste la responsabilidad de asegurar que el derecho a la comunicación y la libertad de expresión se cimientan en la igualdad de oportunidades.
A los actores y las protagonistas sociales en asumir que ejercer el derecho a la comunicación supone tomar la iniciativa, involucrarse y poner en juego la palabra para hacer diciendo.
Tenemos que proponernos discutir sobre comunicación fuera de los círculos cerrados de las y los especialistas. Es necesario abrir el debate sobre la comunicación, sus valores, sus propósitos, sus sistemas de producción, su impacto y sus consecuencias a todos los foros ciudadanos.
Es necesario lograr que la comunicación entre en la agenda de la política y de la sociedad, que a su vez la agenda comunicacional sea parte de la vida de toda la sociedad y que ciudadanos y ciudadanas se involucren en la misma, dejando atrás el magro y anodino lugar de públicos receptores pasivos o víctimas indefensas de la inescrupulosa artillería mediática operada por las corporaciones económico-político-culturales.
El protagonismo de los actores/las actoras populares en la comunicación democrática.
En relación a lo anterior algunos y algunas de nosotros y nosotras, estamos convencidos de que nuestras democracias necesitan del protagonismo del sujeto popular, es decir, de quienes protagonizan la historia en los territorios. Son actores, actoras populares que, enraizados en el territorio, no solo pueden dar cuenta de lo que allí ocurre, sino desarrollar capacidades de transformación, de cambio, atendiendo a la complejidad de cada escenario.
La política lo requiere. No habrá cambios esenciales en la vida política de nuestros pueblos sin que esos actores adquieran centralidad en los procesos de cambio que anhelamos, que deseamos.
Lo mismo ocurre con la comunicación. No podemos pensar la comunicación al margen de la comunicación popular y a esta última sin el protagonismo de los actores populares. Hace cierto tiempo y buscando definir la comunicación popular, una de nuestras maestras, María Cristina “Marita” Mata, nos simplificaba la definición: la comunicación popular, nos decía, se define por los sujetos que la protagonizan. No es una cuestión de soportes, de formas o de estilos: todo aquello que en comunicación protagonicen los actores populares será, inevitablemente, popular. Nos guste o no. Ello no significa aceptar todo acríticamente, pero sí reconocer que allí hay una expresión genuina y auténtica del sujeto popular.
Retomemos entonces la idea inicial. Aportar a la democratización de nuestras sociedades requiere de una comunicación que sea democrática. Y esta se construye en base a los criterios, a la forma de comunicar, pero también a partir de las estéticas y los modos de la comunicación popular.
Esa tiene que ser nuestra fuente de aprendizaje. No al revés.
Me hace sentir muy mal escuchar la frase de que nuestros y nuestras comunicadores populares tienen que “profesionalizarse” entendiendo por ello que tienen que adoptar las estéticas, los formatos y los estilos de la comunicación comercial corporativa.
De ninguna manera.
Al contrario. Hay que popularizar la comunicación corporativa, construyendo agendas, utilizando criterios periodísticos e incorporando estéticas propias de nuestras comunidades.
Es una forma, además, de hacer política.
Otro capítulo se abre respecto del acceso a la información para el juicio y la toma de decisiones fundadas.
El acceso a la información por parte de los ciudadanos es una condición para el discernimiento y, de esta manera, para el ejercicio pleno de la ciudadanía. La calidad de la participación aumenta en relación directa con la calidad de la información que se posee. El derecho de acceso a la información no es una cuestión de los periodistas, de los profesionales o de los técnicos. Tampoco es una prerrogativa de las empresas o de las corporaciones. Es un asunto ciudadano, un derecho que nos asiste a todas y a todos en tanto y en cuanto ciudadanos y ciudadanas, que incluye también la posibilidad de expresar la propia mirada, de dar a conocer el modo de comprender y discernir sobre los asuntos públicos.
Hoy vemos que, al margen del mundo corporativo de la comunicación, las organizaciones y los movimientos populares se acercaron a la comunicación frente a la necesidad de sortear el bloqueo informativo planteado por los grandes grupos y la concentración mediática, pero pronto encontraron allí también espacios y posibilidades que superaron esa mirada. Se abrieron posibilidades pedagógicas, educativas y organizativas. En este último nivel relacionadas, indudablemente, con el desarrollo de causas económicas (la economía social y popular, por ejemplo) y políticas (para la incidencia, la participación y la acumulación de poder en la sociedad).
De esta manera la comunicación popular se fue transformando y potenciando hasta ser hoy en día un soporte importante de los procesos organizativos populares, porque contribuye al crecimiento de la capacidad de incidencia en la política, en general, pero también en áreas de gestión de las políticas públicas en el ámbito del Estado.
Sin embargo -hasta hoy inclusive- todo lo referido a la comunicación popular y comunitaria se sigue considerando como una práctica “alternativa”, recogiendo una antigua denominación que en los años setenta utilizara el investigador chileno Fernando Reyes Mata para designar estas prácticas, entonces incipientes, que emergían en los márgenes y como lugares de resistencia al poder hegemónico de la comunicación.
Desde una perspectiva del derecho a la comunicación y en vista del escenario global de la comunicación resulta impropio caracterizar como “alternativa” a la comunicación popular que realizan los actores comunitarios, las mujeres, las organizaciones, los colectivos de diversidad, los movimientos populares en los ámbitos locales y más allá de ellos a través las radios y televisoras, en medios gráficos de diferentes estéticas, en estrategias digitales con distintos alcances y grados de difusión, pero la gran mayoría de ellas enlazadas en redes que acrecientan su nivel de incidencia.
Por ese motivo en una sociedad que quiera construirse en democracia y que, para ello necesita de la comunicación también democrática, es impropio seguir denominando como “alternativa” a la comunicación popular a pesar de lo acertado de la calificación que en su momento utilizó Reyes Mata.
Porque la idea de alternatividad puede asimilarse a exclusión y llevar a pensar a la comunicación popular y comunitaria como un subsistema ajeno a la centralidad de la disputa política y cultural.
Tampoco cabe la definición de medios “sin fines de lucro”. Es menospreciar y dar por cierto que los pobres tienen que conformarse con la militancia ad honorem mientras viven de otro trabajo. Hoy por hoy, este tipo de comunicación ocupa un espacio esencial y constitutivo de la lucha simbólica y política de la comunicación que es, al mismo tiempo, una disputa para garantizar integralmente los derechos que la democracia promete.
Todo ello implica asumir que la comunicación popular es esencial en la construcción de los derechos sociales. Sin comunicación popular tampoco habrá derechos sociales, no habrá democracia comunicacional y tampoco política.
Comencemos entonces por asumir también que los actores y los movimientos populares están en capacidad y tienen la responsabilidad de participar usando sus propios medios y recursos en la construcción de la agenda pública, bajo la premisa de opinar, juzgar, proponer y vigilar todo lo atinente a los asuntos públicos.
A lo que sin duda debe sumarse también el aporte de nuevos lenguajes y otras estéticas hoy ausentes en las ventanas de la comunicación comercial. Nada diferente a pensar que desde la cotidianeidad de los actores populares y mediante una estrategia adecuada de comunicación popular se puede aportar al empoderamiento de estos actores e, incluso, a repensar muchas de las formas actuales de hacer política.
La comunicación popular y comunitaria no es alternativa. Es un componente esencial de la comunicación democrática y una herramienta imprescindible para garantizar pluralidad de voces, diversidad de miradas y manifestaciones en la sociedad democrática, aportando de manera sustancial a la construcción y el reconocimiento de los derechos sociales. Sin esa comunicación es poco menos que imposible alcanzar la democracia comunicativa. Motivo suficiente para que el Estado, como lo hace con la educación y la salud, asuma la responsabilidad indelegable de garantizar su sostenibilidad.
Ampliar el espacio de participación popular en la comunicación es también incluir dentro del diseño de una política de comunicación del Estado un adecuado incentivo a la producción artística y cultural de raíz nacional, multiplicar la fuentes y las redes de información temáticas y de raíz local, promover las radios y las televisoras comunitarias, garantizar la conectividad universal, formar y adiestrar en el uso de las tecnologías de comunicación, entre otros tantos temas que se podrían mencionar.
Sería importante tener en cuenta además que los medios comunitarios y locales, por la cercanía con la problemática y la vida cotidiana de los ciudadanos, tienen la potencialidad de ser sustentos valederos de una red ciudadana, espacio de construcción política, ámbito de reafirmación de la identidad.
El ejercicio comunicacional es una práctica ciudadana para la que es necesario capacitarse. Tarea esta a la que hay que dedicar esfuerzos y recursos, algo que sólo se puede impulsar y garantizar desde el Estado. Las universidades públicas tienen una enorme tarea por delante en la materia. No solo en sus propuestas académicas tradicionales y de investigación, sino fundamentalmente a través de la mal llamada extensión universitaria que es vinculación y servicio al territorio y a sus protagonistas.
La participación popular en la comunicación es parte de una decisión política de construir ciudadanía y si se entiende de esta manera no debería estar al margen de una estrategia política de cualquier gobierno actuando de manera coordinada con organizaciones sociales y actores sociales experimentados en la materia.
4. Hacer inteligible el mundo complejo.
Así planteada la comunicación puede ayudar a la gobernabilidad pero también a la convivencia social y a la democracia misma. Cualquier desbalance que se presente en este sentido puede ser nefasto para la democracia. Y desde este punto de vista, siendo importantes, las normas serán siempre insuficientes, porque la responsabilidad de los actores se ubica incluso por encima del cumplimiento estricto de las normas.
Es cada día más necesario construir un capítulo de responsabilidad social de la comunicación con base ética y cimentada en una perspectiva de derechos. Sin perder de vista que todo forma parte de un entramado de servicio público indispensable en el marco de la democracia, con escollos inevitables y en medio de la complejidad.
En las sociedades democráticas es imprescindible pensar integralmente la comunicación como una política pública. No alcanza con normas e iniciativas aisladas, algunas de las cuales pueden ser buenas en sí mismas, pero que estarán muy lejos de garantizar el derecho a la comunicación y de aportar a la política en democracia.
Se trata de pensar una comunicación que cree y recree lo público en relación con sus públicos ciudadanos. Una comunicación que incorpore al sujeto popular a la comunicación pública en el espacio público, que interpele al poder, ayude al surgimiento de nuevas relaciones y otros equilibrios que favorezcan y empoderen al ciudadano como protagonista de la vida política.
Todo ello asumiendo que se requieren respuestas simples para dar cuenta de un escenario complejo que demanda sabiduría, inteligencia y creatividad. Pero evitando los simplismos, comenzando por aquel que divide todo entre “buenos” y “malos”, consideración en la que, como es obvio, los “buenos” son siempre quienes enuncian y están de nuestro lado.
Paulo Freire nos pedía ser simples pero no caer en el simplismo, “porque el simplismo oculta la verdad”. Y subrayaba que “lo que nosotros tenemos que hacer es lograr una simplicidad que no minimice la seriedad del objeto estudiado sino que la resalte. La simplicidad hace inteligible el mundo y la inteligibilidad del mundo trae consigo la posibilidad de comunicar esa misma inteligibilidad. Es gracias a esta posibilidad que somos seres sociales, culturales, históricos y comunicativos”.
De esto se trata. De pensar la comunicación como una estrategia para hacer inteligible al mundo complejo generando la posibilidad de comunicar sus lógicas y sus modos de construcción, para que todos y todas puedan aprehender para transformar.
Todo esto sin dejar de contemplar las complejidades y también los escollos que ello representa. Pero con la certeza de que si no logramos alcanzar aquella meta seguiremos discutiendo normas aisladas incapaces por si solas de aportar a la construcción de una nueva ciudadanía, de garantizar el derecho a la comunicación y de colaborar a vigencia de los derechos sociales.
La comunicación latinoamericana.
Nuestros países necesitan recuperar el sentido de la Patria Grande; somos una gran y única nación latinoamericana y caribeña, que se enriquece a partir de las singularidades de cada pueblo.
Por historia, pero también por destino, tenemos que reconocer que nadie se salva solo, como reitera una y otra vez el papa Francisco.
La división es un virus que nos inoculan los poderosos del mundo para profundizar nuestra dominación. Es así como han ido desapareciendo o perdiendo validez, incidencia y hasta legitimidad, los organismos y las iniciativas regionales que tanto costaron construir. Hay que recuperar las instituciones regionales y subregionales para que actúen como propulsores de la integración política, económica, cultural y sobre todo humana de nuestros pueblos y naciones.
Y si estos organismos no sirven, están caducos o han caído en manos de quienes tergiversan o traicionan el sentido para el que fueron creados, tendremos que desarrollar la suficiente creatividad para generar otros, con diferentes metodologías pero con los mismos propósitos integradores y latinoamericanistas que abrazamos en tiempos no tan lejanos.
Necesitamos trabajar en ese sentido.
También en el campo de la comunicación hemos ido perdiendo espacios de integración, de reflexión y producción colectiva y todo ello profundiza el aislamiento, nos hace perder fuerzas, nos empobrece.
CIESPAL (el Centro Internacional de Estudios de Comunicación para América Latina), con sede en Quito, atraviesa una profunda crisis como consecuencia del ahogo económico al que lo somete el gobierno del presidente ecuatoriano Guillermo Lasso. FELAFACS (facultades de comunicación) y ALAIC (investigadores/as de la comunicación) persisten a pesar de las dificultades, pero en general han resignado protagonismo político cultural en los temas más acuciantes. ALER y AMARC (en el campo de las radios) tampoco alcanzan el desarrollo que en otro momento tuvieron. Lo mismo ocurre con las organizaciones de comunicación basadas en la fe como Signis (católica) y WACC (ecuménica) que años atrás dinamizaron la lucha por el derecho a la comunicación. En otro terreno, en el de la producción informativa, Telesur atraviesa un momento difícil, y más allá de que existen iniciativas diversas en el campo de la producción de noticias, no hay tampoco procesos de integración.
Tenemos que retomar la tarea de integración comunicacional de nuestra América Latina y el Caribe. Es un propósito comunicacional y también político. Hace a nuestra calidad de vida y a mejorar la democracia que tenemos.
@UrangadsW